Gracias
No sé si has notado lo agradable que es recibir en tu casa a los amigos de tus hijos y escucharlos decir “¡gracias!” cuando los atiendes. Esa palabra compuesta de 7 letras tiene un enorme poder en nuestra relación con las personas y también con Dios.
Dar gracias es algo que el mismo Jesús nos enseña en Su Palabra. En la última cena leemos cómo parte el pan, da gracias y lo reparte a sus amigos (Lucas 22:7-38). Agradecer —no solo por los alimentos que recibimos— es un hábito que deberíamos inculcar en el hogar.
Esta semana llegó a nuestra familia la quinta nieta, hija de Anita y Gerson. Stella es una hermosa bebé que pesó 8.5 libras y midió 48.5 centímetros. Y aunque mi hija tomó todas las precauciones y cuidados que el embarazo requiere, la perfección con la que nació esa pequeñita no tiene nada qué ver con lo que ella humanamente aportó. Que tenga sus manitas, pies, ojos, sus oídos y que todos sus órganos funcionen a la perfección solo depende de Dios.
Siempre he dicho que mostrarnos agradecidos es algo que nos debería distinguir a los cristianos. ¿Cómo no dar gracias a Dios por salvarnos? ¿Cómo no agradecer a Jesús por librarnos de esa vida sin sentido? ¿Cómo no sentirnos felices de poder servir a Dios? ¿Cómo no dar gracias por la semilla que depositaron en nuestro corazón para transformar nuestra vida?
Las familias funcionan como un equipo. El éxito o el tropiezo de todo el conjunto muchas veces se debe a las pequeñas acciones, visibles o invisibles, que cada uno desempeña diariamente. Con frecuencia solo notamos el trabajo de los miembros más “visibles”, pero sin los demás sería una tarea muy difícil salir adelante.
Acercarnos a Dios, nuestro Padre, siempre es válido y necesario. Hay que reconocer, sin embargo, que esa cercanía es más común cuando pasamos por malas rachas, situaciones adversas o tiempos difíciles.