Del otro lado del mundo
“¡Eso queda hasta con conchin-china!” es una expresión muy guatemalteca para decir que algo está muy, muy, muy lejos y es difícil de llegar. Otra expresión con el mismo sentido es: “Eso queda hasta donde Judas dejó tirado el caite”, jejeje. Pues por ahí andaba yo predicando a principios de febrero, ¡sí, en China! O casi… específicamente en Taiwán, que ya no es lo mismo.
Como algunos me decían, allá jugué de local porque tengo ascendencia china. Mi abuelo llegó a Guatemala huyendo de la guerra y se quedó por estas tierras tropicales. Me hubiera gustado tener tiempo para conocer un poco más de la región de mis ancestros, pero mi destino era la ciudad de Taipéi, en la isla de Taiwán, algo retirado de Zhongshán, ciudad natal de mi abuelo.
Lo cierto es que la energía de la gente que me recibió, de verdad me hizo sentir como en casa. A pesar de las barreras del idioma, porque literalmente me hablaban en chino, la expresión de amistad en esos ojos rasgados —tan parecidos a los míos—, los brazos siempre dispuestos a dar la bienvenida y el hambre por recibir al Espíritu Santo lograron que olvidara ese viaje de más de 24 horas y el Señor me usó poderosamente para bendecir a mis nuevos amigos del otro lado del mundo.
Yo bromeaba al decirles que definitivamente quería quedarme con ellos porque podía verlos cara a cara, ya que no había mucha diferencia de tamaño; algunos, más bien, muchos ¡eran incluso más bajitos que yo, y eso que mido 1.75! A diferencia de las personas en Rusia, donde estuve meses antes, a quienes debía ver hacia arriba porque todos eran muy altos. Con decirles que a la traductora que me asignaron en Rusia, le pedía que se alejara un poquito porque me sacaba como unos cinco centímetros de diferencia. Así que en Taiwán me sentía alto y guapo, porque la mezcla genética chino-guatemalteca se notaba y jugaba a mi favor.
En fin, lo importante es que el Señor me dio la inmerecida oportunidad de compartir Su Palabra y unción en este rincón del mundo que para muchos es exótico y misterioso. Lo que encontré fue un pueblo hambriento de Dios, admirador del Espíritu Santo, apasionado por aprender y vivir conforme a las enseñanzas de Jesús.
Así que, salvando las distancias que la cultura propone, porque comemos, hablamos y vivimos de formas distintas, todos tenemos rasgos comunes. Comprobé que, sin importar dónde nacimos o vivimos, nos une el regalo de la identidad como hijos y herederos de nuestro Padre celestial.